Desde los tiempos de la universidad siempre me desempeñé laboralmente en actividades administrativas e intelectuales, por lo general frente a un computador sentado en el epítome del sedentarismo. Papeleo, educación, soporte y redacción de contenidos han sido el menú por años en mis dos trabajos anteriores.
Una de las características de ambos fue el grado de confianza y responsabilidad depositados en mí. Manejaba datos confidenciales y muy delicados de los cuales dependía la sustentabilidad de las empresas. De hecho en la primera compañía donde trabajé tuve llave de la oficina y clave de alarma casi desde el primer día.
La única exigencia fue firmar un contrato de confidencialidad de datos y vestir camisa y pantalón de vestir, ni siquiera corbata. El profesionalismo y la confianza se daban por sentado entre adultos.
Por circunstancias de la vida llegué a parar a un empleo de cuello azul en una empresa grande, de aquellas donde uno es sólo un número, un tornillo más del motor. La paradoja es que al firmar contrato te entregan un libro de bolsillo con el reglamento interno sobre orden, limpieza y presentación personal. Junto con los celos sobre horarios de entrada, almuerzos y salidas, más la revisión de mis pertenencias al término de mi turno, suponen un insulto a mi inteligencia, integridad y recomendaciones impecables.
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Sólo puedo decir que ojalá la empresa no busque lealtad o que "me ponga la camiseta por ellos", como señala el hilarante y trillado cliché de gerentes irresponsables. Mientras no haya reciprocidad pues yo me levanto sólo para ganarme las lucas en este momento, y si sale algo mejor, pues, que le digan adiós a mi cuerpo.
En fin, este año ha sido de lecciones, de cambios, de aprender cosas nuevas y conocer gente, de avanzar y crecer, porque sólo al ser obstinado e insistente se puede vencer la adversidad.